La Asamblea dominical en la iglesia de la Magdalena

En la peregrinación a Burdeos uno de los momentos en los que evocaremos la vida de la Congregación de la Inmaculada serán las asambleas de los domingos por la tarde. Los párrocos decían que eran “insoportables”. Pero no porque fueran aburridas, ya que los párrocos no asistían a ellas. Es que no aguantaban las numerosas actividades pastorales del Fundador, cargadas de lo nuevo (El “Novum”de Chaminade al que ya dedicamos un artículo anteriormente en esta revita). Evoquemos esa tarde dominical. A la caída de la noche, cada domingo y cada día de fiesta. A la hora en que se abrían los teatros y en los que la juventud era más solicitada por los placeres turbios, era preciso retenerla y ocuparla. Escribirá el director en 1809: Se pensó, como medios, tener asambleas, los días de fiesta y a las horas en que de ordinario los jóvenes están más desocupados. Más tarde, les dirá a las primeras Madres del Insituto de las Hijas de María: Es preciso que guarden ustedes la juventud el tiempo suficiente para que pueda estar al abrigo de las tentaciones del placer y para que, cuando salga de las reuniones, todo se haya acabado y las jóvenes solo tengan tiempo de preparar una ensalada para la cena. Para los jóvenes, esas reuniones de los días festivos eran públicas y los congregantes estaban invitados a llevar a toda la gente posible. Había un servicio de orden organizado para acoger y situar a los no habituales. Es que, además de preservar a los asociados, se tenía la idea de la conquista de gente nueva. Por lo tanto, era importante dar a esas asambleas un aspecto atrayente. Les dirá también el P. Chaminade a las Hijas de María [Inmaculada]:  ¿Cuál es la finalidad de ustedes al formar congregación? No es solo instruir; la instrucción es el fin que se propone; pero acérquense  con instrucciones a jóvenes a las que les gusta divertirse: será el medio de hacerlas huir. Se necesita, por lo tanto, una santa astucia para atraerlas y hacerlas dejar sus diversiones, lo que no podrán hacer ustedes más que mezclando cosas interesantes con sus instrucciones. Es así como actúa, apoyándose en el ejemplo de san Felipe de Neri. La asamblea dura dos horas. Empieza a las 6 y media en invierno, a las 7 y media en verano. El oratorio, convertido en sala de reunión, está tan adornado e iluminado como lo permiten los medios de la congregación. Cantan, escuchan discursos, conferencias dialogadas, disertaciones; exponen sus dificultades y piden explicaciones libremente. En general son los congregantes los que hablan. El director ha conocido previamente todos los manuscritos; no tolera ninguna improvisación, pero no interviene en la asamblea más que para completar una respuesta, resolver una dificultad o terminar un debate con una exhortación apropiada. Deja a sus jóvenes la satisfacción de poder considerar la sesión como obra suya. Así evita cansar; el cambio de oradores, la variedad de temas tratados, son elementos de interés y sus intervenciones siempre son estimadas. De sus reuniones se podía decir lo que se decía sobre san Felipe Neri: Todo el mundo se retiraba satisfecho. Había siempre afluencia de personas y cada vez era un nuevo placer. Chaminade era un maestro en el arte de dorar la píldora. Según el más antiguo reglamento de los Oficiales de honor, parece que, a falta de locales, las reuniones del domingo fueron al principio comunes a ambos sexos. Era un mal menor. Aunque se pusiera a los varones delante y se vigilara a la salida, desde el tercer piso a la calle, la situación presentaba demasiados inconvenientes. En cuanto pudo, el P. Chaminade organizó reuniones distintas para cada sexo. Todas estas reuniones, fuera el que fuera su carácter dominante, contribuían a crear y mantener un espíritu de grupo que facilitaba a los asociados la práctica de la vida cristiana, liberándolos del respeto humano. Gracias a las múltiples ocasiones de contacto, todos se sentían solidarios de todos y todos tenían a gala jugar a fondo el gran juego de la reciprocidad.

Imaginémonos la Magdalena un domingo por la tarde, unos minutos antes de la sesión pública. Cada uno está en su sitio. Ahí están los oficiales de orden. Uno dispone en el altar mayor, las mesas, sillas y sillones; otro coloca los quinqués y enciende las mechas; este otro, armado de tijeras adecuadas pone en condiciones los pábilos. Justo a la entrada, al fondo de la iglesia, dos de ellos colocan sillas y preparan asientos para los visitantes. Ese joven que va de un lado a otro y que parece atento a todos los detalles de la organización material, es el oficial de orden en jefe. Acaba de consultar al prefecto honorario. A la hora en punto, cuando comience la sesión, se dará una vuelta para advertir que nadie se ha retrasado en las sacristías, ni en las salas de las divisiones ni en la tribuna en la que las dos divisiones mantienen, cuando corresponde, sus reuniones privadas. Se asegurará también de que no se quede dentro ninguna chica o señora. A la salida de la asamblea, vigilará que cada objeto sea devuelto a su sitio. Ha leído en su directorio: 1º Como el oficial de honor en jefe tiene la responsabilidad del orden sobre las personas, el oficial de orden la tiene sobre las cosas. Este es la condición necesaria para el orden de las personas. Sobre el oficio de orden pesa, como sobre su fundamento, todo el interés que puedan inspirar los ejercicios y las sesiones de la congregación. Y también lo que constituye el secreto de su hermoso orgullo y de su celo sonriente: Estos oficiales trabajan tan directa y esencialmente para la gloria de Dios y de María como los que están al frente de las divisiones. Todas sus acciones trasparentan su pureza de intención y la nobleza de sus motivaciones. Los oficiales de honor no están menos activos. Distinguidos y acogedores, se interesan vivamente por los que llegan. Afables con todos, afectuosos con los postulantes, solícitos con los aspirantes y los probandos, sencillos con los congregantes, deferentes con los padres de familia, sitúan a cada uno según su calidad. De traje, el pecho cruzado por una larga cinta blanca con borlas de plata, con guantes blancos, el jefe va de un lado a otro discretamente, saluda a uno, intercambia una palabra amistosa con otro y sobre todo dirige su atención a la acogida de personas extrañas que vienen a la asamblea por primera vez. Son posibles candidatos: es importante que experimenten una impresión de lo más favorable. Acaba de ver a uno en la entrada de la iglesia; inmediatamente va a su encuentro, lo saluda con amabilidad y entabla con él conversación. Mientras siguen charlando, lo hace avanzar y luego, excusándose porque sus funciones no le permiten seguir con él, le presenta a dos congregantes y le invita a sentarse con ellos…  Ha empezado la Asamblea. Siéntate y participa: escucha, canta, interviene, responde. ¡Es el gran momento semanal de la Congregación! Burdeos se asombra de esta actividad. La Iglesia abierta, para debatir, cantar, dialogar, formarse. La Iglesia dando la voz a todos.

Enrique Aguilera SM